Este pensamiento humanista que orientó la acción militar venezolana, incluyendo las realizadas en el marco de las confrontaciones civiles internas, sufrió una muy importante variación a principios del Siglo XX, con el advenimiento de lo que ha sido conocido como la hegemonía andina. De una concepción que reflejaba la idea de la movilización en masa, muy claramente señalada en el documento transcrito en el Capítulo I de esta obra, en la cual era obligación de todo ciudadano el participar en la función de defensa estratégica del Estado, que incluía “el tomar banderas” en las contiendas internas según la conciencia individual, se pasó a la conformación de un estamento militar profesionalizado a quien se la adjudicó el señorío de las actividades de defensa. Esto a pesar de que los instrumentos legales que se promulgaron durante ese lapso, mantenían las disposiciones que regulaban la organización de las reservas militares que hacían práctica la participación ciudadana en la defensa militar del Estado. De hecho, las milicias que tradicionalmente se conformaban dentro de las jurisdicciones de los estados que constituían la Federación, desaparecieron de la organización militar de la República.
Esta tradición histórica y constitucional, cambió como consecuencia del Imperio del pensamiento positivista en la orientación del régimen andino (1899-1945). Dentro de esta aproximación filosófica, por cierto con algún contenido racista, el valor fundamental de la acción pública del gobierno del Estado era el progreso, en términos concretos identificado con la industrialización, dependiente del orden tanto en el entorno interno como en el ámbito internacional. De allí que para esta última finalidad, se consideraba a las Fuerzas Armadas, dirigida por una elite profesional, parte de una ilustrada que le correspondía el gobierno de la nación, como responsable del logro del orden interno y la seguridad de las fronteras como condiciones indispensables para el progreso de la comunidad política. No es de extrañar entonces, que las primeras decisiones en el terreno de la defensa militar del país, estuviesen dirigidas a neutralizar las fuerzas irregulares indómitas, que competían por el logro del poder a escala regional o nacional y a organizar un centro académico de formación de Oficiales destinados a configurar esa élite militar. Esta última decisión contravenía la tradición implantada desde la época colonial cuando la formación académica del cuerpo de oficiales se realizaba en la Real y Pontificia Universidad de Caracas o en los cuerpos de milicias criollas o pardas que constituían las fuerzas locales que complementaban el Ejército Español. Además, como parte de esa política, el problema de la delimitación del territorio fue central como componente del aseguramiento de la estabilidad de las fronteras. Este pensamiento positivista fue mantenido invariable durante todo el Siglo XX, hasta el momento actual cuando la situación existente en el sistema internacional obliga a su revisión. Durante ese largo período se mantuvo la situación estamental del sector militar de la sociedad venezolana con los privilegios positivos en la consideración social, fundados en su modo de vida y, en consecuencia, en maneras formales de educación y en prestigio profesional. Durante el fenecido régimen “puntofijista”, en el reparto de poder que se realizó entre las cúpulas de los partidos y los sectores sociales venezolanos, se mantuvo esta orientación al adjudicarle al estamento militar el señorío sobre los asuntos fronterizos, el propio equipamiento, la administración financiera y de recursos humanos de la Institución.
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