miércoles, 1 de junio de 2016

EL PARÉNTESIS DEL AUTORITARISMO BUROCRÁTICO.


Es observable un inciso, donde hubo un cambio general de la dirección de la acción pública, durante ese largo siglo de lo que pudiésemos llamar una “paz armada en Venezuela”, impuesta por una Fuerza Armada pretoriana. Fue el lapso 1948-1958, cuando esa institución, transformada en casta, decidió asumir directamente el control del poder, abandonando a sus patronos: los estamentos privilegiados de la sociedad. Incuestionablemente esa decisión se tradujo en una acción de fuerza enmarcada en lo que la teoría sociológica denomina “violencia conspirativa”. Un tipo de violencia política, con un uso mínimo de la fuerza, realizada por segmentos de la élite – en este caso un sector de “oficiales académicos” asociados con un sector de la tecnocracia profesional – que se manifiesta normalmente mediante los llamados “golpes de estado”. Como es característico en estas situaciones, la acción respondía a una profunda insatisfacción de esos grupos por su falta de influencia política y su participación restringida en la distribución de los valores sociales, especialmente económicos. Son actos que suelen producirse al margen de las masas, cuya participación es extremadamente limitada, como ocurrió ese 24 de Noviembre de 1948 cuando se depuso el gobierno del Presidente Rómulo Gallegos.

Obviamente, como la propia denominación de este tipo de violencia lo indica, ese golpe de estado fue un acto deliberado al cual se convocaron todos esos factores descontentos, incluyendo la presencia de miembros de la Misión Militar estadounidense establecida en Venezuela, junto con una apatía generalizada de las masas populares frustradas por la falta de eficacia del gobierno para atender sus demandas. Y, más por el hecho de su origen primario, derivado de otro golpe de estado sin participación popular. En efecto, la teoría señala que el punto débil de los gobiernos así constituidos reside en que al no tener raíces en el pueblo o carecer de su apoyo concreto, pueden ser eliminados por el mismo método, sin provocar la reacción general, a menos que incurran en una represión indiscriminada. Sin dudas, los conspiradores apreciaron la debilidad del gobierno para realizar esa represión. Con un proyecto “revolucionario”, frente a la coyuntura interna e internacional que le era adversa, dado el prestigio de sus opositores, no sólo sustentado en el éxito del modelo capitalista, sino porque también prometen cumplir dentro de este una función de reconciliación social, el régimen no tenía la fortaleza ideológica para amalgamar los sectores sociales no privilegiados. Al mismo tiempo, valoraron sus propias capacidades basadas en el dominio del poder real, incluyendo en ellas el control de las industrias petroleras, en manos de la tecnocracia transnacional y, su asociación con los EE.UU., consolidadas como una superpotencia después del triunfo en la II Guerra Mundial. Y, como resultado de ese análisis, concluyeron, correctamente, estimando que tenían una relación de poder extremadamente asimétrica con las fuerzas de un gobierno carente de voluntad política y de una estrategia para enfrentar la amenaza. En otras palabras, sin el poder duro y las fuerzas morales para organizar una resistencia frente a la amenaza que casi era pública. De modo que prácticamente la acción fue incruenta, si se le compara con la similar ocurrida tres años antes, el 18 de Octubre de 1945, cuando el régimen andino, esta vez sorprendido por el golpe de estado, pudo dar una respuesta improvisada fallida, con una porción significativa de la Fuerza Armada, en conjunción con elementos populares.

No se trata de una reposición de las típicas tiranías militares impuestas por los EE.UU. en el marco del Corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe, como las que estaban presentes en Nicaragua con el “clan de los Somozas” o en República Dominicana con Rafael Leonidas Trujillo. Era un nuevo modelo – el burocratismo autoritario – con un contenido nacionalista, cuyo componente ideológico fundamental estaba ligado a la seguridad estratégica del Estado, “amenazada” por la acción agresiva del “comunismo internacional”. Un planteamiento político que encajaba perfectamente dentro de los intereses de los elementos dominantes, transformados en clase, por la acción combinada de la industrialización del petróleo que creo un proletariado organizado en sindicatos (una clase obrera) y la actividad política de los “adecos” (socialdemócratas), que ubicó el juego en el marco de la lucha de clases propio del materialismo histórico. Pero también se ajustaba al marco de la “estrategia de contención” ideada y puesta en práctica desde su posición como Director de Planificación Política del Departamento de Estado por George Kennan en lo que en 1952 se convertiría oficialmente en el Corolario Kennan a la Doctrina Monroe. Dentro de esa metaestratégia, que respondía al temor temprano a los “shatterbelts” fronterizos (enclaves franceses, británicos, holandeses y españoles situados en el hemisferio) asociados a las comunidades mestizas de la región, sentido por la sociedad anglosajona-protestante del norte, el proyecto del régimen militar instaurado en Venezuela caía “como anillo al dedo”. En ese sentido, en aquel momento era necesario contener la posibilidad del establecimiento de un “shatterbelt” soviético, representado por diversos enclaves perturbadores en el hemisferio, producto de su asociación con fuerzas políticas locales, tal como lo ha sido Cuba desde la década de los 60. Pero en esa concepción la contención iba a realizarse fundamentalmente en Euroasia –tal como ocurre en la actualidad. Hacía allá se dirigieron todos los recursos económicos (Plan Marshal para Europa y la Ayuda para la reconstrucción de Japón en Asia) y militares (Tratado del Atlántico Norte y Tratado para el Sureste Asiático). La contención en América Latina y el Caribe se la dejarían – como se la siguen dejando – a los gobiernos de la región o, a las “quintas columnas” que, como la dirigida por el Coronel Castillo Armas, en representación de los intereses de las clases privilegiadas de Guatemala, asociadas a las empresas bananeras norteamericanas establecidas en el país y con el beneplácito de la Casa Blanca, depusieron el gobierno reformista de Jacobo Arbenz, acusado, además de “comunista” de belicista, por una importación de fusiles de Checoslovaquia para mejorar las defensas militares de su país.

Desde la perspectiva geopolítica de Kennan, las Américas del Sur y Central quedaban automáticamente subordinadas a la América del Norte, después de haber anulado las capacidades de las grandes potencias para mantener el orden neocolonial impuesto después de las guerras napoleónicas. Estos espacios, como él mismo los denominó, se convertirían en el “patio trasero” de los EE.UU., conjuntamente con la transformación de El Caribe en “el Mediterráneo de este hemisferio” y, junto con África, serían simples proveedores de materias primas. En ese marco la seguridad hemisférica estadounidense dependería del mantenimiento de la pirámide del poder regional en la cual ese país se colocaba en la cúspide, secundado por potencias intermedias de segundo orden como Brasil, Argentina, México y Venezuela, teniendo en la base las pequeñas potencias y los estados fallidos. Un poder sustentado fundamentalmente en las fuerzas de las armas, con capacidad para vencer la resistencia que podrían desarrollar las pequeñas potencias –como es el caso de los estados centroamericanos y caribeños frecuentemente invadidos por fuerzas combinadas de los EE.UU., asociados con otros estados de la región- y las generadas por los sectores internos no privilegiados.

Desde luego, la eficacia de los poderes intermedios dentro de ese esquema, dependía de su fortalecimiento. Una variable que esta en función del desarrollo de sus capacidades militares y de las fuerzas morales que las hagan efectivas. Y, para ese propósito, en primer lugar, se recurrió a la potenciación de las fuerzas militares de la región con programas de ayuda que permitían la introducción de nuevas tecnologías, asociadas a las estrategias y tácticas norteamericanas, para en segundo lugar, lograr la cohesión social y la unidad del país por la vía del nacionalismo que fortalecería la voluntad de resistencia ante la amenaza externa. El efecto inmediato fue la activación de una carrera armamentista moderada en América del Sur – si se le compara con la existente en la región geoestratégica euroasiática – con la consecuente potenciación de los diferendos internacionales existentes entre los estados de la región, en nuestro caso con Colombia. Lograba así la aplicación del Corolario Kennan, la contención del avance del “comunismo” en la región sin el uso masivo de recursos norteamericanos, mediante la represión de los movimientos populares contestatarios y la aplicación de una “estrategia del balance de poder en ultramar” que impedía alianzas entre los poderes intermedios regionales que pudiesen compensar la hegemonía estadounidense en el hemisferio. Un temor, advertido por el geopolítico Nicolás J. Spykman a principios de la década de los 40, quien colocaba como amenaza una posible coalición entre Brasil y Argentina durante el desarrollo de la II Guerra Mundial.

Fue dentro de ese contexto donde se desarrollo el paréntesis en la aplicación del ideario positivista dentro de la cual la Fuerza Armada, actuando con un criterio estamental, estuvo al servicio de la oligarquía dominante y, a través de ella, y dentro de la pirámide del poder hemisférica, en la defensa estratégica de la zona de seguridad norteamericana en el marco del TIAR. En ese lapso se inició una repotenciación del aparato de defensa de la nación sustentada en un reequipamiento de la Fuerza Armada con una tecnología de punta en el campo de las armas convencionales; la creación de una base industrial, conjuntamente con el desarrollo de capacidades en el ámbito de la investigación científica y tecnológica, incluyendo el campo nuclear, para buscar la autonomía estratégica del Estado; y, el cambio del concepto estratégico militar, mediante la colocación de una reserva, constituida por los excedentes de cada contingente del servicio militar obligatorio, como el elemento fundamental para la defensa de la nación, mientras unas fuerzas activas, reducidas a una organización de reacción rápida, se encargaba de disuadir las agresiones provenientes de sus competidores regionales. La eficacia de esta concepción, se puso de manifiesto durante la crisis colombo-venezolana de Los Monjes de 1952, cuando la primera intentó ocupar ese archipiélago militarmente, con cooperación estadounidense, siendo disuadida en su intento por la acción de la aviación nacional. El vínculo entre este fortalecimiento del poder duro, con la vigorización del blando, exaltado por el nacionalismo a través de la reivindicación de las tradiciones populares, fue justamente el establecimiento de la reserva que encuadraría a la totalidad de los sectores jóvenes del país. Mediante su entrenamiento y organización se pensó, erradamente, en desarrollar una base social disciplinada en apoyo del régimen, con un sentido nacionalista basado en la idea de la patria propia.

Se trato de una acción de gobierno en la cual había elementos revolucionarios, especialmente en lo concerniente a la política militar, necesariamente asociada a la creación de infraestructuras que soportaran la metaestratégia que constituía la superestructura del régimen de carácter militarista. Sin dudas, el paisaje geográfico del país se modificó drásticamente, incluyendo en ese cambio aspectos demográficos y sociológicos. Ciertamente se transformó el sistema vial y de comunicaciones contribuyendo a la unificación del país y a la aceleración del urbanismo como tendencia propia de la modernidad, conjuntamente con el incremento cualitativo y cuantitativo de una clase media fuerte. Pero la represión del “comunismo”, que frenaba los movimientos sociales destinados a reducir las profundas asimetrías existentes, que hacían de la comunidad política nacional una sociedad dual, lo convertía en un régimen autocrático que incluía a amplios sectores de la sociedad de la participación política, colocándolo de hecho en el campo conservador. Un terreno en el cual la Fuerza Armada, como institución, siguió mantenimiento su carácter pretoriano. No obstante los elementos revolucionarios de esa política – la activación de nuevas fuerzas productivas, la idea de la defensa popular, el desarrollo de la ciencia y la tecnología, entre otras – se internalizaron en la mente de muchos de los componentes del aparato de defensa, quienes constituirían una fuerza de resistencia al retorno de la corporación militar al papel de custodio de los intereses de la oligarquía dominante.

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